Por Luis Sicre
En mi filosofía personal, la mejor manera de demostrar es haciendo. “Dibujos”, exposición bipersonal de Carlos Garaicoa y Alejandro Campins, es contundente; no tiene un solo punto débil y lo más importante, está lejos de la presunción y la egolatría. Ofrece un conjunto equilibrado, vasto y lleno de contrastes. Artísticamente es una muestra virtuosa; curatorialmente es sólida; éticamente resulta provocativa.
La tesis fundamental es la importancia del dibujo como mecanismo de aprehensión del espacio y el tiempo. Cada artista se aproxima desde su visión más íntima, sin arriesgar sus respectivos imaginarios. Garaicoa se nos muestra hiper-racional; centrado, más que en la ciudad y la arquitectura, en la dimensión ideológica que a sendos productos culturales les es intrínseca. Proyecta cuestionadoramente una serie de ilusiones megalómanas, edificios cimentados en la egolatría y la ambición de los más poderosos. En ellos la línea habita sin carácter, rígida e impasible. El claroscuro es meticuloso, reposado, antinatural. Los volúmenes carecen de peso y no proyectan sus sombras porque el espacio que los acoge es plano y aséptico, árido y silencioso. Alejandro Campins, por otra parte, nos presenta un imaginario más temperamental. En este, la línea es impetuosa y vibrante. Abundan los matices, también las sombras; la gravedad de los objetos y la densidad del aire se expresa a partir de la profundidad atmosférica de las escenas. El espacio, que se estructura por capas y planos yuxtapuestos, como en una especie de Palimpsesto, es un espejismo dotado de extrañeza y excitación.
Para Carlos Garaicoa lo arquitectónico no es un paisaje en sí mismo, sino un hecho sociopolítico. Los cuerpos urbanos dibujados por él no son más que perversiones del progreso y la modernidad. Siendo así, el verdadero asunto de su trabajo es la utopía, bandera de todas las revoluciones sociales ocurridas y por ocurrir. Su postura ante ello es impúdica, pues como dijera el filósofo alemán Andreas Huyssen “el cinismo y la utopía, el escepticismo y la utopía no son mutuamente excluyentes”. En los dibujos más recientes -porque en la muestra podremos encontrar trabajos fechados hasta en 2009- asoma cierta nostalgia, un residuo de aquellas energías apocalípticas que en los años noventa del pasado siglo ennoblecieron las ruinas de La Habana.
En cambio, Alejandro Campins se muestra fascinado por el contraste entre la levedad de la existencia humana y la monumentalidad del Universo. Bajo su lógica, los procesos históricos no pasan de ser una pequeña e intrascendente fractura en la eternidad del mundo. Los dibujos presentados, junto a un video y un conjunto de fotografías Polaroid, funcionan como la bitácora de su viaje por el Tíbet; que es, además, su personal aproximación a las resonancias de la Revolución Cultural China. En estos el hombre no existe y el paisaje es únicamente un acorde entre el tiempo y el espacio. Entre tanto, conceptos como ruina, huella y permanencia -que se me antojan bellísimas alegorías del concepto Política- auxilian al artista, permitiéndole recrear la relatividad del cosmos del que somos parte.
En el centro de ambas poéticas la cuestión fundamental es la obra humana, analizada como acontecimiento político. La arquitectura de un lado, la ruina del otro, nos obligan a pensar en el legado que el hombre ha construido con sus propias decisiones. En ningún caso se trata de una contraposición entre la especie y el cosmos, la arquitectura de la creación y la soberbia humana; por el contrario, el asunto en cuestión es la magnitud de nuestra responsabilidad histórica como cabezas pensantes y líderes naturales. Esta reflexión tiene un cariz más agudo hoy en día, vista la fragilidad de nuestras ensoñaciones ideológicas, la delicadeza de nuestra biología, la pequeñez de nuestros conceptos frente a la ley del caos y la fluidez de la vida.
Dibujos nos habla de la inconsciencia, la manipulación, el fanatismo político y la debilidad del concepto Estado. Pero se está un paso más allá de la simple vocación conspirativa; se piensa reposadamente, se contempla todo indicio de verdad, y, lo más importante, se convierte toda posible provocación intelectual en un recurso de la imaginación.
Vale la pena preguntar: ¿qué tipo de imaginario se corresponde con ello? La justicia social como un purismo en quiebra; o mejor aún, la decadencia del antropocentrismo moderno.