En busca del tiempo perdido.
Por Daleysi Moya
“Alejandro Campins. En busca del tiempo perdido”. Por Daleysi Moya, Revista ART OnCuba. No.06 Marzo – Mayo 2015.
…pero entonces el recuerdo -y todavía no era el
recuerdo del lugar en que me hallaba, sino el de otros sitios en
donde yo había vivido y en donde podría estar- descendía hasta mí
como un socorro llegado de lo alto para sacarme de la nada,
porque yo solo nunca hubiera podido salir.
(Marcel Proust. Por el camino de Swann)
Emprender la búsqueda de invariantes estéticas o lugares comunes en un quehacer como el de Alejandro Campis, nos puede guiar a un callejón sin salida. No existe en su trabajo un punto cero, el famoso núcleo duro que desbrozar entre la hojarasca de pinceladas, texturas y personajes caprichosos como los suyos. Su pintura es demasiado espontánea para detectar patrones, síntomas por demás de un ejercicio de cálculo y premeditación que nada tiene que ver con su práctica habitual. Para Campins la obra, como el momento creativo, emerge de lo circunstancial, de lo imprevisto. Será la temperatura del instante de gestación, quien determine la morfología y el espíritu finales de cada pieza.
Esto no quiere decir que las obras no hayan sido, de algún modo, soñadas por él. El repertorio visual que integra sus lienzos proviene de ese cuadrante mental en el que almacenamos recuerdos, imágenes, cotidianeidades. La yuxtaposición desordenada de invenciones y remembranzas, asedia la superficie pictórica con total desenfado, de ahí, la arbitrariedad y soltura que habitan sus propuestas. Nada en ellas es tan estable como para no tornarse en algo más, al menor descuido de nuestra mirada. Quizá por esta suerte de indefinición referencial –nunca llegamos a saber con certeza si la escena a la que asistimos es real o fantaseada– sus relatos nos resultan familiares, extraídos de leyendas no escritas y lugares en los que todos, alguna vez, hemos imaginado estar. Es la suya una vocación creativa de naturaleza onírica, donde las historias se articulan a partir de vivencias propias y colectivas, intuidas y figuradas.
Podríamos afirmar que este tipo de procesos, que opera superposiciones, confluencias dispares y entreteje correspondencias entre los universos personales y el de las visualidades exportadas por los medios masivos de difusión, es deudor de la tesis barthesiana que apunta la sepultura del autor bajo el peso de las múltiples citas constitutivas, eventualmente, de una obra de arte. Mucho de esta noción se vuelve palpable en la producción de Campins, en la cual adivinamos segmentos de revistas y pasajes de vidas ajenas, junto a evocaciones muy íntimas. Su quehacer se compone de retazos, pequeñas piezas de momentos que fueron, o pudieron ser, y que por un incierto gesto creativo toman materialidad en sus telas. De esta manera, la obra adquiere dimensiones inusitadas, diríamos que antropológicas, y llega a convertirse en catalizador de imágenes que flotan en el aire, visiones de espacios insospechados (y desconocidos) y de protagonistas cuya existencia el artista conoce o inventa.
El modo en que va delineando la realidad de cada pieza, mezcla de alquimia y lirismo, impide toda contextualización específica de las obras, al menos a nivel formal. Los lugares que nos presenta, así también sus personajes (menos frecuentes con el tiempo) nos trasladan a sitios intersticiales, terrenos inverosímiles ubicados a medio camino entre el olvido y el sueño. Por momentos las escenas parecen corresponder a regiones nórdicas, paisajes carentes de luz tropical y con mezclas cromáticas que empañan la intensidad natural de los tonos. En otras ocasiones el color se satura y la imagen encarna una mayor vitalidad. No obstante, sin importar la alteración de los matices, el tratamiento compositivo de las obras, e incluso la procedencia real de los espacios, nos es imposible lanzar el cable a tierra ¿Qué lugares son estos? ¿A qué segmentos geográficos pertenecen? La respuesta es, al parecer, más compleja y profunda que las propias preguntas. La topografía interrogada forma parte de una dimensión otra, aquella que conjuga el barroquismo visual contemporáneo con lo ambiguo y arbitrario de las construcciones mentales. Se trata, paradójicamente, de no-lugares.
Naciendo de la “nueva pintura”
A veces comienzo a pintar un león
y termino con una mariposa
(Alejandro Campins)
Será imposible entender el trabajo de Campins, con sus variaciones internas e inflexiones poéticas, sin conocer a fondo la filosofía creativa que acompaña su desarrollo como artista. Miembro de una generación de jóvenes emergentes interesados en la pintura, hacia mediados de los dos mil hubo de comenzar una carrera artística enfocada en la experimentación con el género. Para él, como para el resto de sus colegas, resultaría fundamental el despliegue de los procesos creativos. Este elemento, que parece repetirse como discurso por estos tiempos, es la piedra angular de su obra. Otra cosa sería incierta. Aquel estadio intermedio, en el que las formas no están aún definidas, y con ellas los temas y matices emotivos, constituirá la coyuntura ideal para desmontar el lenguaje pictórico, abrirse a sus antojos y disfrutar de la frescura de sus resultados.
Durante mucho tiempo, gran parte de la crítica nacional hubo de concebir dichos ensayos como meros actos de vaciamiento contenidista, en la medida en que ponían el acento en el renglón técnico del ejercicio. Las asociaciones entre pintura y placer ejecutorio, con severas restricciones en el plano conceptual, comenzaron a configurar una idea equívoca de los intereses y objetivos de muchos de estos artistas. El modelo conceptualista, puesto en crisis repentinamente, no permitía una mirada diferente (incluso para los más ágiles estudiosos). La obra de arte era comprendida, en principio, como idea; los modos en que esa idea tomaba corporalidad era ya un asunto menor. Bajo ese prisma, severamente taxativo para todo lo que implicaba contingencia, un accionar como el de los “nuevos pintores” fue interpretado como síntoma de ligereza intelectiva.
Sin embargo, en la medida en que sus quehaceres fueron evolucionando, consolidándose por derecho propio en la Isla y en el circuito internacional, los procederes que inauguraran comenzaron a entenderse desde otros ángulos. Este tipo de pintura también estaba interesada en pensar, sólo que su objeto primero no era otro que el propio medio pictórico; una vez más el arte pensándose a sí mismo. Las exploraciones formalistas no están divorciadas de inquietudes desautomatizadoras, máxime si se toma en cuenta que en el arte occidental muchos de los grandes cambios en las concepciones estéticas, han partido de revoluciones en las maneras de construir y entender la imagen plástica (pienso de pasada en el impresionismo, el cubismo y el pop art).
Las intervenciones hacia el interior del género, poco a poco demarcaron estilos bien diferenciados entre estos jóvenes y permitieron quebrar las comuniones iniciales. Gracias a su método de trabajo, que gusta del contacto directo con la materia, los accidentes del lienzo, la consistencia de los óleos y acrílicos, vamos a ver una personalización paulatina de sus estéticas. Luego de aprehender la técnica a la manera académica, y de incorporar como background buena parte de la Historia del Arte, comenzaron a empedrar sus propios caminos, siempre sinuosos y variables en función de las búsquedas puntuales en las que decidieran enfrascarse.
En el caso de Campins, este camino se ha desplazado, sin demasiada algarabía, desde una tendencia de filiación pop hacia una proyección marcadamente introspectiva y equilibrada. Silenciosa. En sus primeras obras, aquellas que realizara siendo aún estudiante del Instituto Superior de Arte, podemos constatar cierto regodeo en motivos y tópicos de cadencia lúdica. Sus piezas de entonces poseían una energía vital que al pasar de los años se ha ido aquietando, tal vez como consecuencia lógica de un proceso gradual de maduración. Estos trabajos iniciales transparentaban, en mayor o menor medida, sus deudas con la formación conceptual del ISA. Sobre todo los títulos y comentarios al interior de los encuadres, que aparecían como apoyatura textual tremendamente protagónica, daban fe de una necesidad de exteriorización de significados a toda costa –rasgo característico de nuestra academia superior.
El fenómeno investigativo que atraviesa su producción alcanzaría por esta época una algidez única, no solo en términos de variabilidad de las soluciones ensayadas, sino en cuanto a las áreas de interés a las que se asoma. Conviven así obras como Lluvia de agosto para un día de enero (2006) con El colmo de un revolucionario (2007), la primera de ellas cargada de lirismo, mientras que la segunda encarnaría una variante de discursividad traviesa y mordaz. A lo largo de su trabajo posterior, e incluso en las series más recientes, se mantendrán constantes su deseo de poetización de lo real y el escrutinio permanente de su entorno. El espacio y el tiempo serán para Campins una obsesión, en ellos podrá descubrir las claves esenciales para conectar con la Historia de la nación, pero también, y sobre todo, con segmentos resolutos de narraciones privadas, instantáneas, fugaces.
Durante el período inicial de su labor, lo espacial comparte el lienzo con personajes de diversa índole. La fusión de este binomio generará obras distanciadas, varias de ellas ácidas e incisivas, otras sutiles y de gestualidades calmas. Será interesante ver el marcado contraste entre las dos líneas creativas de Campins, puesto que ambas dejan al descubierto fisonomías autorales que poco tienen que ver entre sí (o cuyas conexiones se entretejen de maneras no lineales). Sin embargo, estas obras son, en cualquier caso, el resultado de un modo muy personal de procesar las imágenes atesoradas, siempre debatidas entre su pertenencia originaria y los nuevos emplazamientos que Campins habilita para ellas. Este elemento no cambiará, incluso cuando su quehacer inaugure trayectos inéditos dentro de las búsquedas y experimentaciones pictóricas.
Luego, la calma
El último lustro ha sido testigo de ciertas mutaciones en la sensibilidad artística de Alejandro Campins. La dualidad que hubo de acompañarle durante sus primeros pasos en el mundo de la creación, comienza a perder acritud en la medida en que él mismo, como persona, intenta armonizar de un modo mucho más fraterno con la naturaleza y los espacios que habita. Este axioma, que atraviesa su vida y sus contactos con lo real, ha despojado su trabajo de disonancias e imposturas, ha traído la calma.
Las dinámicas delineadas por sus nuevos desplazamientos, reconfiguran los antiguos escenarios de sus piezas. Ahora la mirada del artista se siente atraída por zonas menos iluminadas; prefiere, por el contrario, aquellos terrenos preteridos donde las historias humanas se diluyen en el tiempo. Esas regiones reproducen y complementan (con toda la sinceridad que les asiste) la topografía propia de sus fabulaciones. Campins cesa entonces de hablar y comienza a oír. Cada sección del planeta estrecha un vínculo especial con el hombre detrás del artista, y el artista, a su vez, sabe cómo restaurar la vida en esos espacios. El gesto artístico se vuelve un ciclo, sucesión ininterrumpida de toma y daca que termina siempre por cristalizar momentos singulares o, como les llamaría el propio Campins, impermanentes.
Esta nueva fase de su obra, avocada a la conciliación con las ritualidades y lógicas de lo natural, se ha centrado de forma exclusiva en el paisaje. El paisaje deja de ser copartícipe en sus composiciones y se convierte en pulsión central. Sin lugar a dudas, semejante giro estético guarda un vínculo estrecho con la metodología empleada para dialogar con el lenguaje pictórico: abandonarse sin arbitrios a sus inflexiones. En este sentido, Campins ha sido consecuente; se abre a la naturaleza desprovisto de fórmulas preconcebidas, sabiendo que toda belleza posible nace del contacto franco con ella. Es ese también el motivo de que vaya apagando su voz –el yo subjetivo del autor moderno– y la ponga en función de la escena que lo circunda. Todo el protagonismo lo tendrá el instante atrapado, da igual si se trata de pequeñas narraciones que afloran como recuerdos, o de montajes caprichosos de sus relatos inconscientes.
Si en su producción primera ya descubríamos el apego de Campins a determinadas corrientes filosóficas orientales, en las series más recientes esta percepción se vuelve un hecho. La cercanía de sus propuestas con algunos de los elementos centrales del Hayku japonés, por ejemplo, se hace evidente no solo en la conceptualización de la imagen pictórica como experiencia fugaz, sino en los modos sensibles y breves en los que la realidad es interrogada. Para Campins cada segmento vital puede llegar a ser imagen poética, a fin de cuentas, la poesía puebla nuestra existencia de principio a fin. Lo sensorial y lo lírico conviven en armonía, de la misma forma en que los recuerdos y las proyecciones futuras son parte constitutiva de nuestro presente.
Es importante señalar que más allá de las modificaciones (algunas de ellas cruciales) que ha experimentado la labor pictórica –dibujística y objetual– de este joven artista, se mantienen vivas en él las necesidades del nexo contextual y del contacto humano. Ciertamente la presencia de personajes y sujetos ha cedido lugar al paisaje y, asimismo, los motivos referenciados cada vez distan más de las visualidades construidas en las sociedades contemporáneas, no obstante, dicho vacío representacional se ve compensado por indagaciones más profundas y comprometidas, en torno a nuestras relaciones con el mundo. Su mirada continúa teniendo un corte antropológico. El hombre ocupa un lugar importante, aun cuando solo se transparenten en el lienzo sus historias pasadas o fabuladas, quién sabe.
De la misma manera, un relato otro de nuestro país se construye ante nuestros ojos a partir de retazos que Campins salva de olvidos modernos. La patria, con sus múltiples rostros, también integra esa región incierta en la que cada lugar sueña para sí, una existencia diferente a la que posee. Allí, en ese rincón de su mente en el que la realidad compendia armónicamente los escenarios soviéticos, los pequeños pueblos olvidados, los ríos y bosques que no ha llegado a desandar, se ubica la Cuba de sus sueños, una nación que duerme entre la atmósfera silenciosa de ocres y sienas, y bajo la coartada de un panorama nada tropical.
Campins busca –y en ocasiones compone– todos los tiempos y espacios que se han desprendido de sus situaciones primeras. A la manera de un arqueólogo reconstruye las posibilidades de ser de momentos pasados, de experiencias inexistentes. Su obra bebe de esos desencuentros, de la ilusión que emana de lo que pudo ser. Traduce a la superficie plana, con genialidad de alquimista, sensaciones que no son plásticas, como el olor y el sabor de la madalena de Proust, o la melodía aquella que nos devuelve a la infancia. Al final encuentra tiempos perdidos, parajes olvidados, vidas que solo toman corporalidad cuando del quietismo fotográfico pasan a la vitalidad del acrílico húmedo. Y ese accionar le complace, porque asir la belleza de esos tiempos es atrapar, aunque sea por un instante, el recodo más prístino de la vida humana. Sólo eso importa: atrapar la belleza que se refugia en estos sitios, la belleza como sinónimo de verdad. 1
- Alejandro Campins. Material inédito.