Por Luis Sicre
La exposición Perpetuar – Dislocar – Perpetuar del artista Alejandro Campins (Manzanillo, Cuba, 1981) reúne un conjunto de óleos sobre lienzo, dibujos y témperas sobre madera; obras representativas de dos series recientes: Badlands y Tibet. Las obras son aproximaciones personales a uno de los temas más antiguos del arte: la trascendencia. Para el artista, la tierra, percibida en ambas series como una abstracción del sabio de épocas y lugares de gran importancia cultural, tiene una connotación simbólica de igual resonancia que la del bronce para los escultores del Renacimiento: un gesto de resistencia al propio tiempo; una alegoría de la justicia natural. Su acción sobre estos paisajes no es la de un observador tradicional, sino la de un arqueólogo, un anticuario o un testigo. Su ojo se sumerge en la experiencia inmediata de habitar el aquí y el ahora, y de ahí sustrae los componentes con los que construir un canon de belleza capaz de trascender los límites dispuestos sobre lo sublime, lo patético, lo temible, lo sagrado y lo bárbaro. Detrás de este particular procedimiento canaliza una de sus principales obsesiones: la representación de la verdad y la verdad de la representación.
Badlands nos sumerge en el misticismo del Desierto Pintado de Arizona, Estados Unidos. En esta región, la sedimentación ha conquistado todas las formas vitales, reduciéndolas a un volumen de piedra. Las poderosas montañas que habitan el desierto llevan en su cuerpo las marcas más incisivas de la lenta y capciosa erosión que se ha producido. Frutos alimentados por el jugo silencioso y denso de 225 millones de años. El artista los moldea como cápsulas, condensaciones, cuerpos colosales; en ellos alegoriza el abrumador paso de las edades geológicas. En sus cuadros las formas están constituidas por residuos lineales, cada uno signo y eje de un horizonte pasado. Así, transforman el tiempo, que deja de ser un fenómeno transitorio, para convertirse en un hecho concreto, en un monumento.
El Tíbet nos lleva a una de las geografías más interesantes del mundo contemporáneo: la meseta norte del Himalaya, conocida como el Techo del Mundo. La idea más frecuente en esta serie es la odisea de la transformación cultural. Por ello, el punto de vista no es el paisaje natural en sí, sino el conflicto que se esconde tras el velo de su bella apariencia: el impacto de la Revolución Cultural china en el budismo tibetano. En este hábitat, donde las dualidades aparentes y los accidentes son inexistentes, la ruina arquitectónica adquiere gran relevancia como síntesis de todo posible conflicto o metamorfosis.
En cada paisaje y serie, la ausencia de límite es una idea primordial. El horizonte, la época, la historia y la frontera revelan sus frágiles armaduras, su frivolidad y, finalmente, la mortalidad; síntomas inequívocos de la finitud humana. Hay que tener en cuenta un detalle al admirar tan fascinantes archivos de imágenes: para Campins, la belleza no es una anécdota basada en el triunfo de unas imágenes sobre otras, o de unos recuerdos sobre otros. Es un viaje al centro de la verdad; es saber habitar en las sombras de las más delicadas armonías de la magnífica obra natural.